Ali – Canuto: “Los equipos no ganan evitando la dificultad. Ganan atravesándola juntos”#AcrossAndes2025 #RaceReport

RACE REPORT – ACROSS ANDES 2025

ORIGEN + DUPLA + PROCESO

Una meta trabajada, un meritorio tercer lugar y mucho que contar detrás de un Across Andes 2025 que no deja de ponerte en tu lugar.

Esta no es una carrera que parte el domingo 23 de noviembre.

Es un proceso.

Es una línea de tiempo.

Es un viaje que exige constancia.

El 17 de marzo de 2025 terminábamos la última etapa de Fireflies Patagonia, en esa épica subida desde Mall Sport a Valle Nevado, acompañados por cerca de 2.000 ciclistas. Tal vez ese empuje colectivo fue el impulso necesario para empezar a preguntarme, sin decirlo en voz alta, cuál sería el siguiente desafío.

Porque la verdad es que la idea de volver a Across Andes llevaba tiempo rondándome la cabeza. Desde hace años. No como una obsesión inmediata, sino como una pregunta abierta. Siempre con la intención de vivirlo de una manera distinta a las ediciones anteriores, donde junto a mi partner Andrés Tagle habíamos tenido tiempos de gloria, además de una incursión exitosa en la categoría Solo.

Solo quedaba un territorio por explorar: correr la carrera en dupla mixta.

Y no era una decisión menor.

Correr en dupla no es solo compartir kilómetros. No es solo dividir tareas. Es entender que deja de ser “yo” para convertirse en “nosotros”. Y cuando además es una dupla mixta, el desafío cambia por completo: estrategias distintas, ritmos distintos, maneras distintas de comunicarse. Un escenario exigente. Una historia que valía la pena intentar escribir.

También hay que decirlo con claridad: Across Andes es una carrera. Tienes un número, compites contra el reloj y contra otros equipos para cubrir 805 kilómetros y más de 12.000 metros de desnivel acumulado. No es un paseo. No importa cuán romántica sea la narrativa: aquí se viene a competir.

Soy competitivo. Si me paro en una línea de partida, es para dar lo mejor de mí. Y para eso, mi partner debía estar en la misma sintonía. Pero, al mismo tiempo, intuía que esta vez había espacio para algo más que un resultado: una historia que dejara huella, que inspirara a otros a atreverse algún día a pararse en esa misma largada, aun sin conocer el desenlace.

Fue en Fireflies Patagonia 2025, entre conversaciones informales y bromas de ride, donde Alison Tetrick empezó a aparecer de manera natural como una posible partner para este desafío. Amigos en común validaban la idea, destacando las fortalezas de cada uno.

Alison tiene un currículum impresionante: profesionalismo al más alto nivel, equipos World Tour, grandes vueltas, mundiales y resultados que hablan por sí solos. Pero hay algo más que eso. Tiene carisma, inteligencia y una forma de relacionarse con la bicicleta que invita a otros a atreverse. A desafiarse. Para las marcas, es una líder de opinión no solo por su capacidad deportiva, sino por su profundo conocimiento técnico, su atención al detalle y esa obsesión —un poco nerd— por los datos.

No hubo una propuesta formal ni un proceso de convencimiento. Fue algo evidente. Natural. Este desafío tenía sentido para ambos. Así lo planteamos también en nuestra propuesta a nuestros partners (Specialized, Wahoo, Lezyne, entre otros).

Rápidamente ya estábamos embarcados en el proceso. Un proceso silencioso, casi invisible, porque la distancia no nos permitía entrenar juntos, probar equipamiento en equipo o ensayar estrategias en terreno. Aquí lo que primó fue otra cosa: confianza.

La confianza suele construirse con tiempo, algo que no teníamos. Pero quizás fue precisamente el respeto y la admiración mutua lo que evitó roces innecesarios. Cada uno avanzó con su agenda, con sus propios desafíos, apostando a llegar lo mejor preparado posible para lo que venía.

El último mes siempre es intenso. No solo para Alison o para mí, sino para todos los que corren. Se siente en el ambiente, en las redes, en esa necesidad casi compulsiva de revisar a última hora lo que se pudo —o no— haber hecho meses atrás. No generalizo, pero a muchos nos pasa.

A pocas semanas de la carrera, los detalles aumentan, los nervios se hacen presentes y se instala una cuenta regresiva que no te permite estar del todo en otra cosa. Entramos en lo que llamamos “modo Across Andes”.

En este período ya no hay mejoras físicas. Lo que es, es.

Pero la presión mental aumenta, y la mente, en estos procesos, juega malas pasadas. Tres semanas antes aparecí con uno de los virus típicos de la época en Chile. Había que actuar rápido. Y era imposible no recordar el 2022, cuando llegar enfermo nos costó la carrera.

Pero esta vez no era solo yo. Alison estaba a punto de viajar. Yo atento a todo: cómo estaba, qué empacaba, su ánimo, sus detalles personales.

A dos días de su vuelo, un fuerte virus la golpeó. Venía esquivándolo hace semanas, pero el cuerpo decidió rendirse justo antes del viaje. Tomar antibióticos no era una opción. Solo la fortaleza física y la capacidad mental podían ayudarla a salir adelante.

Hay algo que tengo claro: Across Andes no da licencias.

No existen los superhéroes.

O llegas bien de cuerpo y mente, o las probabilidades de fallar son altas.

Yo estaba en alerta máxima. Esto ya lo había vivido.

Los primeros días en Santiago fueron de trámites y compromisos antes de partir en road trip a Pucón, centro neurálgico del AA 2025, punto de partida y meta. Dos cabañas nos esperaban, junto a un grupo humano increíble de amigos. Ese sería nuestro campamento base: el lugar desde donde salir a la batalla y al que, con suerte, volveríamos cargados de historias, triunfos, derrotas y largas conversaciones al borde de la parrilla y el vino tinto.

Fueron días contra el tiempo, de decisiones rápidas y con poco margen de error. Ya no contábamos días, sino horas para estar parados en la largada. Éramos más de 300 riders viviendo algo similar: incertidumbre, miedo a lo desconocido, al clima, al gravel, al sueño, a lo que no se puede controlar. Pararse en esa partida es una oportunidad única, pero no es fácil de aceptar.

Desde ese momento dejamos de ser Alison y Canuto.

Éramos uno.

Un equipo que tendría que enfrentar junto dolores, miedos, decisiones, errores, aciertos y todos los incontrolables que la carrera nos pondría por delante.

Y sí, teníamos un plan. Una estructura. Una hoja de ruta. Sabíamos que no sería fácil cumplirla, porque la ansiedad —o mejor dicho, la adrenalina— suele ganarle al plan. El plan habla de calma, ritmos, paradas. Variables controlables. La adrenalina, en cambio, suele sacarte del foco y empujarte a decidir antes de tiempo.

Pero 800 kilómetros no se miran en el corto plazo.

El plan existe para navegar, adaptarse y avanzar.

Y estábamos a punto de ponerlo a prueba.

CARRERA HASTA EL KM 500

El domingo 23 de noviembre, a las 8:00, se daba la largada de un nuevo Across Andes.

Mi quinto.

El primero para Alison.

Si estábamos realmente preparados, eso no nos correspondía decirlo a nosotros. Lo diría la carrera.

La decisión inicial fue clara y consciente: cumplir el plan al menos durante las primeras 18 horas. A partir de ahí, la capacidad de adaptación marcaría el camino. Across Andes no permite llegar a medias. Ya lo había vivido en 2022, y esa sensación —la de algo que se gesta lentamente— volvía a aparecer.

Alison pedaleaba sólida, pero desde temprano luchando con problemas estomacales y vómitos. El calor y las pendientes exigían más de la cuenta. No avanzábamos al ritmo ideal, pero sí bastante alineados con los tiempos del plan. Aun así, quedaba por delante la primera noche. Para mí, el verdadero punto de inflexión, donde empieza la carrera de verdad.

Avanzábamos ajustando estrategias de paradas. Nos acercábamos al PC1, donde el plan decía detenernos, comer algo sólido y luego atacar la tarde-noche. Pero cuando hablo de “ajustar”, no me refiero a improvisar sin sentido, sino a leer la carrera. Entender cómo se movía la competencia. Porque esta no es solo una prueba física: es una partida larga de ajedrez.

Decidimos parar antes de lo planificado, en Cunco (km 170 aprox., 9 horas aprox. de carrera), en un lugar poco visible pero marcado en nuestra hoja de ruta: el Supermercado Araucano. Ustedes además se preguntarán qué se come en este tipo de carreras. Y la respuesta es: depende mucho de la estrategia de cada uno.

En nuestro caso, en movimiento la idea era ser eficientes a base de geles, barras y mixes en polvo en nuestras caramayolas, sumando algún Snickers o gomitas para ir cambiando el sabor. Pero la parada era para darse un gusto, además de recargar energías. Algo sólido: un sándwich, una pizza, Coca-Cola, cerveza (sí, en nuestro caso esencial; no por un tema de hidratación ni porque seamos unos alcohólicos irresponsables, sino porque ese pequeño grado alcohólico ayuda a bajar la ansiedad, el estrés y aporta ese toque de relajo).

Esta parada anticipada y poco visible nos permitiría que, luego de unas 11 horas aproximadas de carrera, el paso por el PC1 Melipeuco (km 207 aprox.) fuera rápido, eficiente, sin mostrar cansancio, dolor ni debilidad. Y salir fuerte. Muy fuerte.

—“Canuto, ¿qué planean hacer?”

—“Desde aquí vamos a pedalear toda la noche y parar en el PC2.”

¿Realidad o ficción? Me quedo con la segunda. Necesitábamos enviar un mensaje. Nada más. Después seguiríamos con nuestra propia batalla.

La noche nos recibió en terreno nuevo para Alison. Oscuridad, luces, frío, caminos sueltos, pendientes constantes y un domingo por la noche sin infraestructura para abastecerse o siquiera encontrar algo caliente. La temperatura bajaba rápido, los perros ladraban a lo lejos y la luna se dignaba a ayudar apenas con algo de luz. Nosotros avanzábamos.

En estas carreras, los oasis no siempre son ilusiones. Existen.

Alrededor de la medianoche, Icalma (km 250 aprox., 14 horas aprox. de carrera) apareció como uno de ellos. Un pequeño puesto abierto, una señora que parecía salida de una película, una especie de hada madrina en medio de la nada. Una voluntad divina. Algunos corredores siguieron nuestras luces hasta ese pequeño paraíso improvisado.

Veinte minutos bastaron. Café, sopa caliente, Coca-Cola, galletas y papas fritas. Cargar energías y, sin pensarlo demasiado, volver a enfrentar la noche.

El estómago de Alison había mejorado, pero aparecieron fuertes dolores lumbares. Le pregunté si había sentido algo parecido antes. No lo recordaba. Podía ser sobrecarga, podía ser cualquier cosa. Lo que sí notaba era que no se quejaba. Buscaba alternativas. Maneras de seguir avanzando a pesar del dolor.

Por mi parte, la experiencia me decía lo mismo de siempre: calma, tranquilidad, solucionar lo que se pueda y avanzar paso a paso.

Nos fuimos afiatando. Entendíamos dónde éramos fuertes y cómo movernos en esa noche larga y oscura. Lonquimay (km 320 aprox., 18 horas aprox. de carrera) apareció como punto clave. Desde ahí enfrentaríamos la Cuesta de las Raíces, el punto más alto de la carrera, antes de nuestra parada programada para descansar.

La paciencia empezó a rendir frutos. Alcanzamos a la dupla mixta que lideraba hasta ese momento. Sin desesperarnos, avanzamos juntos hasta Lodge Alpina (km 340 aprox., 20 horas aprox. de carrera), lugar donde el plan indicaba parar entre cuatro y cinco horas para retomar de madrugada el día dos. Según mi experiencia, ahí comenzaba realmente la carrera.

La parada fue decidida, casi como diciendo: “sabemos lo que estamos haciendo”. Nuestro amigo a cargo del lugar nos ofreció un buen plato de comida y un espacio para descansar. Sin embargo, aquí cometimos el primer error. Uno de esos incontrolables que no estaba en el plan.

El lugar se transformó en un punto muy concurrido. Movimiento constante. Ruido. Gente entrando y saliendo. La adrenalina acumulada tampoco ayudaba. Dormir se volvió imposible. El cuerpo estaba ahí, pero la mente no.

Adaptamos el plan. Nos quedamos solo tres horas, entre comida y un intento fallido por dormir, y salimos de madrugada a enfrentar un largo tramo sin puntos claros donde detenerse, desde Malalcahuello hasta Cunco (PC2).

El cambio solo afectaba el tiempo detenido, no la estrategia general. El siguiente stop seguía siendo Liquiñe (PC3).

¿Y la dupla que lideraba?

Seguían adelante. Habían parado solo una hora en Lodge Alpina y ya estaban en ruta.

El trayecto hacia Cunco, pasando por Cherquenco, es engañoso. Las subidas técnicas desgastan, pero son las bajadas las que realmente marcan el daño: largas, rotas, vibrantes, destructivas. El cuerpo se convierte en un colchón obligado a absorber castigo constante, y ese desgaste puede definir el resto de la carrera.

Después de muchas horas rodando de manera sólida —¿con dolor? Sí, pero sólidos— llegamos a Cunco (km 472 aprox., 30 horas aproximadas de carrera). Nuestra parada previa en un Supermercado Araucano, un viejo conocido (para qué inventar si ya conocíamos el lugar), nos permitió abastecernos bien y volver a ejecutar una pasada similar a la del PC1: stop and go.

Marcamos en el PC2 Cunco. Rápidos. Pocas palabras.

—“¿Hace cuánto salieron los punteros?

Y seguimos.

Continuamos avanzando a nuestra manera: parar para aliviar la espalda de Alison, apretar, volver a parar, seguir. Teníamos nuestra lógica, nuestra ejecución. Se venía una subida dura al Pedregoso y luego la bajada hacia Villarrica.

Fue cerca del kilómetro 500 cuando volvimos a alcanzar a los punteros. Decidimos no pasarlos. Preferimos esperar. Dar el golpe sin que nos vieran venir. Por un momento, parecía que teníamos cierto control de la carrera. Quizás era real. Quizás solo una ilusión generada por el cansancio y la falta de sueño.

Suena a soberbia, puede ser.

Pero nos sentíamos bien. Avanzábamos sólidos, a pesar de nuestras propias batallas.

Aunque en Across Andes, como siempre, el control nunca es tuyo.

Eso lo decide la carrera.

CRISIS, CAÍDA, DECISIÓN

Ya punteros en la categoría y acercándonos a Coñaripe (km 594 aprox., 40 horas aprox. de carrera), empecé a notar algo distinto en Alison. Su pedaleo seguía siendo constante, pero había cambiado la postura. Iba muy encorvada, con el cuello excesivamente bajo, como si sostener la cabeza fuera un esfuerzo más dentro de tantos.

Le pregunté cómo estaba.

—“¿Cómo estás, Ali? ¿Cómo va el cuello?

Su respuesta fue corta y directa:

—“Por alguna razón no tengo fuerza para mirar hacia adelante.”

Ahí entendí que la verdadera tormenta había llegado.

No era una llovizna ni un viento incómodo. Era un huracán categoría 10. Y lo peor es que ese tipo de tormentas no siempre se ven venir. Yo ya había vivido algo similar en 2021, y ese recuerdo volvió con fuerza.

Siempre existe la idea de que siempre hay una manera. Pero en ese momento teníamos pocas cartas. El sombrero del mago estaba vacío. Ya no había trucos. Solo quedaba avanzar con cuidado, protegernos y sobrevivir a lo que la carrera tenía preparado.

Lo primero fue lo básico: parar, comer, tomar algo caliente y resetear. Necesitábamos bajar la intensidad del momento para poder pensar con claridad. Caía la noche y no encontrábamos ningún lugar abierto. El cansancio, el hambre y la preocupación se acumulaban. Hasta que, una vez más, apareció una especie de salvación inesperada: un local que abrió solo para nosotros, por la buena voluntad de su dueño.

—“Chicos, puedo cocinarles algo simple. Pasen.”

Nos sentamos. Comimos. Nos miramos.

Las caras ya no escondían nada: cansancio, estrés, incertidumbre.

La pregunta estaba sobre la mesa, aunque nadie la formulaba del todo:

¿Seguimos? ¿Paramos aquí? ¿Hasta dónde tiene sentido avanzar?

En ese momento entendí algo que después se repetiría muchas veces: las metas cortas ayudan. No pensar en todo lo que faltaba, sino en el siguiente punto alcanzable.

La misión se redujo a una sola cosa: llegar a Liquiñe, el PC3.

Era un punto estratégico para descansar bien y enfrentar los últimos kilómetros, no necesariamente los más técnicos, pero sí los más duros por el desgaste físico y mental acumulado. El lugar en la clasificación, el podio, todo eso pasó a segundo plano. Aun así, seguíamos avanzando.

La segunda noche comenzó a pasar la cuenta con fuerza. La privación de sueño no es algo fácil de manejar. El cuerpo empieza a enviar señales claras: cansancio extremo, torpeza, incluso pequeñas alucinaciones. Nos volvimos vulnerables. Perdimos el control fino del cuerpo. Entramos en algo parecido al “modo avión”: estás ahí, pero no del todo conectado.

Esa vulnerabilidad te obliga a ser consciente y cuidadoso, porque el error, en ese estado, puede ser catastrófico. Nuevamente, la honestidad con nuestras capacidades se transformó en una herramienta a favor.

Llegamos al PC3 Liquiñe (km 624 aprox., 42 horas aprox. de carrera). Retomábamos la punta en la categoría, pero no por mucho tiempo. Avanzábamos con muchas complicaciones. El plan era claro: descansar. Dormir. Recuperar algo de lo perdido.

Pero el plan dejó de existir cuando nos informaron que el Centro Termal de Liquiñe no abriría ni el hotel ni las cabañas. Eran cerca de las dos de la madrugada y el pueblo estaba completamente vacío. Dormir al borde del camino no era una opción.

Solo quedaba una alternativa: seguir. Afrontar la noche sin descanso, con dolores y con una preocupación creciente.

La decisión fue conjunta. No heroica, no impulsiva. Simplemente acordamos que, juntos, todavía éramos capaces de avanzar. Apostamos por llegar a Panguipulli. Un tramo largo, sin mayor complejidad técnica: subidas largas de pavimento, bajadas constantes y el lago Panguipulli a nuestro costado izquierdo, a ratos silencioso, a ratos amenazante y frío.

No sé bien cómo describir ese tramo. Es como si hubiéramos avanzado dentro de una nube. Pedaleábamos con los ojos que se cerraban solos, y al volver a abrirlos habíamos recorrido varios kilómetros más, sin recuerdos claros del trayecto.

Panguipulli (km 700 aprox., 49 horas aprox. de carrera) finalmente apareció. Llegamos hambrientos, cansados y adoloridos. Necesitábamos detenernos, sentarnos, comer, conversar y analizar con calma nuestras posibilidades.

Lo más absurdo de todo era que, pese a todo, seguíamos en la pelea por el primer lugar de la categoría. Eso, sin duda, animaba. Pero ya lo teníamos claro: nuestro verdadero desafío era otro. Terminar lo que habíamos empezado.

Encontramos el lugar perfecto: una cafetería local, buen café, huevos pochados, pastelería y un ambiente tranquilo. Con cara de derrota, nos reímos frente a la adversidad. Planeamos cómo seguir, sin preocuparnos demasiado por el resto. Esto ya no era contra otros equipos. Era entre nosotros. Era sobre cómo, como equipo, íbamos a seguir avanzando hacia la meta.

Estábamos cansados, sí.

Pero también convencidos.

Y una vez más, salimos.

CAMINATA, LLEGADA, META

Salimos de Panguipulli con la sensación de haber hecho lo correcto, aun sin saber del todo qué venía por delante. Los primeros kilómetros avanzamos de manera pareja y eficiente, pero pronto los dolores de cuello se volvieron insoportables. Solo imaginar enfrentar los caminos de gravel que venían hacía que el escenario pareciera casi imposible.

Ahí apareció con fuerza el problema que ya conocía, el famoso “Mal de Shermer”. Algunos lo llaman mala suerte. Yo no lo veo así. Soy un convencido de que el cuerpo humano es una máquina de inteligencia pura, capaz de protegerse cuando algo se sale de rango. En pocas palabras, muchas veces somos marionetas de un sistema que sabe más de nosotros de lo que creemos.

Ya lo había dicho antes: llegar mal a esta carrera, ya sea física o mentalmente, aumenta enormemente las probabilidades de no cumplir el objetivo. Y aquí el cuerpo comenzó a activar todos sus mecanismos de defensa. No lo digo como un mago ni como un profeta; lo digo porque ya lo había vivido en 2021. La historia se repetía, y cada señal iba encendiendo alarmas en mi cabeza. La preocupación y el miedo crecían.

Primero fue el estómago de Alison.

Luego, los fuertes dolores en la zona lumbar.

Y finalmente, el cuello.

Frente a una persona con una tolerancia al dolor extrema, el cuerpo busca proteger a su propio titiritero utilizando todos sus recursos. Y aun así, Alison seguía. Sin expresar demasiado el dolor en palabras, aunque se le notaba en los ojos. Yo, en cambio, estaba en alerta permanente, ofreciendo opciones, planteando salidas, buscando la manera de detener la tortura. Pero no había una decisión individual. El equipo decidió seguir adelante.

El Mal de Shermer, o “cuello de Shermer”, no es una dolencia común. Es una patología descrita en ciclistas de ultra distancia, donde los músculos del cuello se fatigan al punto de no poder sostener la cabeza. Aparecen la visión doble, los mareos, la pérdida de control. Pedalear se vuelve intermitente y, en las bajadas, hay que bajarse de la bicicleta para no correr riesgos mayores.

Aun así, seguíamos. Comiendo kilómetros como podíamos, parando lo justo, viendo cómo el gravel comenzaba a terminarse y confiando, por momentos, en que quizás aún era posible. Pero Across Andes siempre guarda una última prueba.

En la última bajada hacia Huiscapi (km 757 aprox., 54 horas aprox. de carrera), todo cambió.

Alison perdió completamente el control de su cuerpo. No hubo reacción en los reflejos. La bicicleta ganó velocidad por inercia hasta impactar violentamente contra una zanja al borde del camino. Salió volando, sin alcanzar a desenganchar los pedales, y la bicicleta cayó sobre ella, golpeando con fuerza su columna, cuello y pecho.

Verla al borde del camino, acurrucada, en posición fetal, llorando de dolor, me paralizó. Sentí miedo. Mucho miedo. No sabía qué hacer. Lo que desde fuera podía parecer calma, por dentro era congelamiento puro. La carrera pasó inmediatamente a un tercer plano. Ahí solo estaba ella, mi partner, la persona que había confiado en mí para esta locura.

Logró sentarse al borde del camino. Mi reacción fue inmediata: llamar rescate. La carrera podía esperar. Pero sin muchas palabras empezó a moverse, me pidió tiempo. Probar si podía ponerse de pie. Ver si podía caminar. Quedó claro que volver a subirse a la bicicleta ya no era una opción.

Y aun así, teníamos algo que parecía absurdo en ese contexto: tiempo. Tiempo para decidir. Para mirar las últimas cartas. Para dejarlo ahí y tener incluso una buena excusa para volver el año siguiente.

Pero no fue así.

Para mí, abandonar era una opción lógica, aunque dolorosa. El miedo y la responsabilidad me golpeaban fuerte. Pero Alison no tiene el concepto de no terminar dentro de su vocabulario. Y no por imprudencia, sino por algo mucho más profundo: el propósito. Honrar el proceso. Algo íntimo, nuestro, lejos del qué dirán o de demostrar algo hacia afuera.

Nos separaban 55 kilómetros de la meta.

Y decidimos terminar. Sin importar el tiempo, el lugar o las medallas. Esto ya no era por la carrera. Era por nosotros y por el compromiso asumido.

Si subirse a la bicicleta no era una opción, la única alternativa era caminar. Y así fue. Un desafío que, a esa altura, no tenía nada de físico. Era 100% mental.

Bastaba mirar la velocidad: 3 km/h.

Tres.

Hacer el cálculo era inevitable. Horas y horas por delante.

—“Ali, siendo honesto, a este ritmo llegaríamos en unas 18 o 20 horas.”

Mi tono era más de resignación que de ánimo. Una forma elegante de decir: ¿de verdad vamos a entrar en otro espiral de desgaste después de todo lo vivido?

Su respuesta fue simple:

—“Ok. ¿Por qué no? Aún podemos avanzar.”

Y otra vez, nos adaptamos a lo que teníamos a mano. Caminábamos con zapatillas de MTB, con esa suela de carbono rígida diseñada para pedalear, no para caminar. Hasta que apareció una nueva solución: caminar solo con calcetines. No era cómodo, pero funcionaba. Paso a paso. Literalmente, paso a paso.

También necesitábamos descansar.

Y ahí apareció otra sorpresa. Dormir profundamente al borde del camino, sobre arbustos y rocas, en lo que podría haber sido un hotel cinco estrellas comparado con nuestro estado. Logramos dormir cerca de dos horas, a pesar del frío y de las bajas temperaturas. El cuerpo lo pedía a gritos.

Tiritábamos. Las mantas de supervivencia, pensadas como un elemento de seguridad, se transformaron en nuestras chaquetas de pluma de alta montaña. Aun así, el frío era intenso.

Nos pusimos de pie otra vez. El clima seguía hostil. El sol y el calor habían quedado atrás. Era más parecido a la tormenta que nos había golpeado desde el kilómetro 500.

Poco a poco comenzaron a aparecer más autos, más ruido, más gente. Pucón se asomaba. Y con ello, los últimos metros hacia una meta que todavía no tenía forma clara.

No sé si fue épico.

No sé si fue absurdo.

Tal vez fue un viaje que, en el papel, parecía un negocio con éxito asegurado, o quizás un intento fallido de emprendimiento sin futuro.

Llegamos a la meta, sí.

Pero no sé si en ese momento éramos plenamente conscientes de ello. Seguíamos en una especie de sueño prolongado, avanzando entre el dolor, el frío y lo incontrolable.

Tercer lugar en la categoría.

Séptimos en duplas.

72 horas y 9 minutos de dura batalla.

Pero la verdad es que no estábamos ahí por la medalla ni por el podio. Eso fue solo una consecuencia.

La consecuencia de la tozudez.

De cumplir con el propósito.

De respetarnos el uno al otro.

Y de ser un equipo formado por dos seres humanos determinados, cohesionados y profundamente comprometidos.

CIERRE, CONCLUSIONES, REFLEXIONES

El Across Andes 2025 ha terminado.

Y ha dejado una huella. De esas profundas.

Muchas veces me preguntan cuál ha sido la carrera más dura que he corrido. Solo imaginar la cantidad de aventuras y desafíos que he vivido a lo largo de los años hace difícil responder. Y la verdad es que no sé si hay una más dura que otra. Todas tienen su ingrediente especial, su propia manera de ponerte a prueba.

También aparece seguido la pregunta del por qué sufrir. Y aquí siempre hago una pausa. Porque no creo que sea sufrimiento. No sé si siquiera tenemos la autoridad de hablar de sufrimiento. Quizás es más honesto hablar de desafiarnos. De ponernos a prueba. De ver dónde están nuestros límites. De atrevernos a lo desconocido, a lo adverso. De pararse en una línea de partida —como dice Ali— sin tener claridad sobre el resultado.

Por eso creo que esta carrera deja definiciones. O más bien, reflexiones. Y digo nos porque esta meta, este logro, no fue solo mío. Fue junto a mi partner, Alison Tetrick. Muchas de las cosas que cuento acá son también de ella.

En esta historia no hubo uno más fuerte que el otro, ni uno más débil que el otro. Fue la carrera la que decidió ponernos a prueba como equipo, como unidad. Sacar de nosotros lo mejor y lo peor. Ver si éramos capaces de llegar.

Across Andes nos dio esa oportunidad. Una oportunidad única. Y ojalá que esta historia incentive a más personas a sumarse. Lo diré, incluso a riesgo de contradecirme: este tipo de carreras te prepara para la vida. Para todos esos incontrolables que, queramos o no, la vida nos pone por delante.

Hace un par de semanas, mientras preparábamos una charla, le pedí ayuda a Alison para resumir en diez conceptos lo que ella vivió y extrajo de estas 72 horas de carrera. Y en realidad, no solo de esas 72 horas, sino de muchos meses de proceso que probablemente aún no terminamos de digerir del todo.

Preséntate en la partida, incluso cuando no tienes idea del resultado.

Concéntrate en lo que puedes controlar.

Elige el “nosotros” en vez del “yo”.

Ali lo dijo así:

“No terminé porque alguien me cargó. Terminé porque mi compañero me dio suficiente espacio — espacio para luchar, para recuperarme, para decidir, para volver a ponerme de pie y elegir llegar a la meta. Sí, soy terca. Sí, siempre he creído en mí. Pero creer en uno mismo no reemplaza lo que te da una alianza: espacio, estabilidad y alguien que evita que el suelo se caiga bajo tus pies cuando todo lo demás se quiebra.”

Adáptate rápido, sin ego.

Comunica con honestidad y a tiempo.

Ali:

“No terminé porque me sintiera fuerte. Terminé porque fui honesta (y aceptada) respecto a dónde estaba.”

Decir “necesito ayuda” evita horas de errores.

Cuando hay estrés, simplifica.

El filtro de Ali:

— ¿Es seguro?

— ¿Nos mueve hacia adelante?

— ¿Podemos comprometernos ambos?

Si es → avanzar.

Si es no → pausar y reevaluar.

Lo desconocido no es una amenaza; es un maestro.

Ali:

“No fue el terreno lo que me puso a prueba — fueron las partes de mí que aún no conocía, reveladas por la duración. Lo desconocido no me rompió. Me presentó un mundo nuevo que aún tengo por conquistar.”

Elige el propósito antes que la perfección.

Ali:

“No sé por qué terminé, excepto porque tenía que hacerlo — por mí. Para terminar algo que comencé. Para honrar el proceso. Para cerrar el círculo que abrí. Para encontrarme con la versión de mí que esperaba en la meta.”

Y, por último, algo que resume todo:

Hay que permanecer unidos cuando se pone difícil.

Porque los equipos no ganan evitando la dificultad.

Ganan atravesándola juntos.

Nos vemos en Across Andes 2026.

Saludos

Por Ali – Canuto

 

 

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